sábado, 28 de febrero de 2009

Ángeles olvidados



I
Los ángeles olvidados arrastran las alas y a su paso van cavando fosas donde los ángeles que los siguen, sepultan lo último que les queda de esperanza.
Son grandes como el eco que nace entre las grietas de su olvido y se duermen escuchando repetir su propio-hondo-lamento de inmortalidad impuesta.
No sienten más que pena por su condición pasajera en la memoria y se esconden en la tinta para que alguien, de manera azarosa, hable de ellos o los retrate.
Pero a pesar de su naturaleza oscura, de su eterno presente triste, continúan siendo ángeles y alivian su melancolía cuando visitan en las noches a la tierra que los desconoce, arrullando a los insomnes para que los piensen en medio de sus horas sin sueños. Allí a veces alguien los nombra.

II
Quien todo lo ve sintió en una ocasión el presentimiento de su olvido. Entre sueños el espectro de un ángel le rozó la mirada y Él sintió una ausencia milenaria pesándole en los párpados. Los ángeles olvidados quisieron recordarle su existencia y juntaron sus alas y las batieron hasta despedazarlas convertidas en polvo (como hacen las polillas que se suicidan contra las ventanas), pero él no recordó.
Desde entonces algunos ángeles olvidados se arrastran por la tierra y son imperceptibles. Todavía lo son para aquel que todo lo ve.

III
Llora ángel olvidado. Has que tus lágrimas perforen la tierra y la traspasen, al otro lado está el color.

IV
Los ángeles olvidados viven en dos lugares que saben de memoria. Algunos prefieren habitar el infinito y lo han recorrido tantas veces que no les hace falta tener los ojos abiertos para reconocerlo. Otros Han trazado sus rutas de ida y vuelta y pueden caminar a oscuras sin tropezar por la eternidad. No se resignan a permanecer allí, por eso buscan un resquicio por donde ver la tierra de los mortales. Se ríen de nosotros, hasta compasión nos tienen, y piensan que cuando decimos olvido, no sabemos de qué hablamos.

V
Cada vez que lo nombras el ángel existe. La paradoja está en recordarlo.


Oración al ángel olvidado

Ángel olvidado duerme conmigo, abrázame con ese olvido pesado que arrastras y déjame cubrirte con el mío.

martes, 24 de febrero de 2009

Unos cuantos de antes



I
La noche maúlla
sobre el tejado.

Se puede sentir
su negro pelaje.

II



El viento ya no sopla ;
se detiene a leer las letras impresas
sobre el lomo de la mariposa.



DESEO

Me hormiguea en el cuerpo
con intermitencia
una sangre que no me pertenece.


Febrero de 1998

lunes, 23 de febrero de 2009

Horoscopo de Alicia



Lo inesperado lo espera, no llegue tarde a esa cita. Confirme con anticipación hora y lugar.
En cuanto a la salud sufrirá dolencias de garganta por aclarar con frecuencia la voz. Acostúmbrese y tome sauco en infusión.
Las estrellas marcan el camino certero hacia el vértigo, cierre los ojos y déjese caer. No espere un fuerte golpe, pero tampoco deje de esperarlo.
El animal de su suerte “El conejo”
El alimento revitalizante que puede ofrecer: las lentejas
El superhéroe que lo sacará de apuros: Batman
El lugar más anhelado: “Mi reino”
Lugares por visitar: su casa, mi casa
Objeto del deseo: los espejos
A cuidarse de: el miedo
Virtud de la semana: la paciencia

lunes, 16 de febrero de 2009

Una mariposa solitaria vuela dentro de mi boca.
Extiende sus alas polvorientas y se desase en sacudidas
Suicidándose entre mis dientes.

Habla por mi.
Le repite a todos cuánto los quiere
Y les lanza besos de colores vivos, fríos como cadáveres

En la oscuridad reza con sus patitas finas ancladas a mi lengua
Y suplica la soledad y el silencio
Yo rezo porque quisiera ser ella
y cada noche escapar de mi.


Noviembre de 2008
Adriana Carreño

domingo, 15 de febrero de 2009

Celebración

Solo una voz suspendida en el aire
Como una sábana blanca que ondea en el patio
Como una hoja que eleva su historia, ya seca
Solo eso queda
Una suerte de palabras deshaciéndose como el humo
Dejándose morir frente a mis ojos.

Asisto al funeral del silencio
Y celebro su belleza
Me dejo morir un poco a su lado.

Febrero de 2009
Adriana Carreño

Nueve A.M.

Destendió una a una las mantas de su cama hasta llegar a la sábana de algodón suave. Pasó las manos por la superficie del lecho alisando las arrugas que permanecían marcando el mapa de los contornos de su cuerpo, que un rato antes reposaba allí.
Levantó al aire cada manta e hizo la cama ocupándose de todas las imperfecciones, de cada doblez, de cada pequeño montículo que rompiera con la lisura del tendido. Puso un par de almohadas rematando su labor y se sentó unos minutos al borde del lecho con la mirada fija en las tabletas de madera del piso.
Se levantó y caminó hacia el armario, un mueble antiguo de dimensiones excesivas para la pequeña habitación. Repasó los vestidos colgados y clasificados por colores. Del negro a los estampados con flores en fondos blanco, gris y verde. Eligió una bata violeta de tela translucida. Uno de sus vestidos favoritos, también de él.
Buscó entre sus zapatos unos de taco alto y se midió varios pares. Sus pies diminutos y blancos se perdían en zapatillas y escarpines que había comprado una o dos tallas más grandes, solo por el placer de tenerlos en su armario y mirarlos. Los pies le resultaban especialmente atractivos y todos sus accesorios se convertían en artículos deseados, asociados a su fetiche. Sus propios pies eran hermosos y con frecuencia los contemplaba para auto complacerse.
Puso sobre la cama el vestido elegido y a los pies los zapatos, esta vez usaría unas sandalias negras con tiras que se amarraban a los costados. Le encantaban los detalles de la tela que recubría la base y la manera en que estilizaban sus pies y hacían ver sus piernas, no muy largas pero sí fuertes. Se dirigió a la mesa de tocador, otro mueble más grande de lo que la habitación admitía. Sobre la mesa una barra de brillo para los labios, varias brochas y frascos de distintos tamaños y colores que contenían todo tipo de maquillaje.
Ella prefería que sus ojos se vieran más que sus labios, él lo contrario. Se puso el color más intenso que tenía delineando su boca, paso la barra de labial rojo sangre y besó el envés de su mano para quitarse un poco el exceso. Sumergió la brocha más grande en un tarro de polvos y los esparció por su piel mientras se miraba en el espejo completamente abstraída en su labor. Su rostro palidecía a cada pase de la brocha y sus labios resaltaban haciéndola ver como una geisha, como un espectro que espera sellar su encuentro con un beso rojo, un beso que queda fijado en el tejido de la camisa blanca, de la conciencia blanca.
Soltó el gancho que sostenía su pelo rizado y cayó sobre sus hombros soltándose en bucles que le rozaban el cuello y la espalda. Él amaba la forma en que sus mechones castaños se movían cuando la agitaba, amaba entrever a través de los mechones dispersos las pecas de sus hombros. Ella prefería alisar su pelo y sentir que el largo se extendía sobre la base de sus nalgas haciéndole cosquillas, mientras movía la cabeza en balanceos de un lado al otro.
Bucles castaños, rizos desordenados. Si el sudor retornaba a la forma natural su pelo alisado, entonces qué más daba. Su pelo sobre la almohada, como fuera, sus hebras, cortinas del rostro, el telón cerrado, un lugar de donde asirse. Él soñaba con tomarla fuerte del pelo mientras que sus labios dejaban su rastro rojo sangre sobre la almohada de algodón. Ella dormía desnuda abrazando la almohada rojo sangre y soñaba con él.
Tomó de uno de los cajones del mueble un par de zarcillos, ella les decía así. A él le parecía una palabra anticuada y nunca la usaba. Un par de perlas rosadas que desaparecían entre su pelo y a cualquier momento con sus movimientos, brillaban con luz tenue. Un anillo de perlas le hacia juego. Ella recordó que siempre tenía que quitárselo pues la perla se enredaba entre las sábanas, en su pelo y en el de él. A él no le gustaba el anillo, ella solo lo usaba cuando no lo iba a ver, ahora una línea de piel más blanca le rodeaba la base del índice.
Abrió un diminuto frasco de figura graciosa. Puso en su dedo, el mismo, un poco del liquido que salió al voltearlo. Un aceite denso y amarillo se escurrió del frasquito y ella se lo puso tras las orejas. Volvió a tomar otro poco y esta vez llevó sus dedos al pecho, entre el escote de su ropa interior. Esparció lo que quedaba en las muñecas y las acercó a su nariz para sentirlo. Permaneció allí un segundo. A él aquel olor le recordaba el día que durmieron juntos, sin tocarse, uno al lado del otro, anhelándose. A ella ese olor le recordaba el día que durmieron juntos y se tocaron, uno dentro del otro, teniéndose.
Vio su figura en el espejo. Esta vez tenía una imagen de su cuerpo completo reflejándose. Dio media vuelta para asegurarse que su pelo caía sobre la espalda de la manera justa que le gustaba a él y que sus nalgas se veían bellas en aquella pequeña prenda de encaje negro. Él pensaba en hacer a un lado la diminuta tanga. Ella no sabía de qué manera él supo que le encantaba permanecer con la ropa interior puesta mientras la penetraba.
Volvió a estar frente a su imagen y repasó con las manos cada parte de su cuerpo. Quería asegurarse de la suavidad de su piel. Siempre quiso tener una piel más lisa, más uniforme, más morena. Nunca se lo preguntó a él. Piel suave como el pelaje de un gato, negra como el pelaje de un gato, solitaria, clandestina, tibia, nocturna como el pelaje de un gato.
Se acercó a la cama y tomó el vestido. Su piel se erizó con el contacto de la tela y lo dejó caer con su peso deslizándose por el cuerpo. Alisó con sus manos las pequeñas arrugas que aún se mantenían en la superficie y acomodó su pelo nuevamente despeinándose un poco y enredándose los mechones de atrás. Él le dijo un día que aquel gesto de enredarse el pelo, del cual ella no era muy consciente, le encantaba. Ella fue consciente de ese gesto desde entonces y lo hacía en ciertos momentos para atrapar su mirada. Recordó aquello y se asomó al espejo solo para ver si el movimiento no había cambiado y su encanto permanecía.
Caminó hacia la cama y se sentó al borde, justo donde reposaban las sandalias. Las tomó en las manos y las contempló por varios minutos. Levantó su pié izquierdo y antes de meterlo en el zapato lo acarició llegando a un estremecimiento que no la tomó por sorpresa. Lo metió lentamente y observó como el color de la piel cambiaba al contacto con sus manos. Él le pedía con frecuencia que usara sus pies para acariciarle el pecho y la cara, le pedía que lo masturbara con esos pies pequeños, delgados, torpes, nerviosos. Ella amaba sentir cómo se mojaban con su líquido viscoso y blanquecino.
Terminó de poner su otra sandalia y se levantó segura de que no había detalle en el que no se hubiera detenido lo suficiente. Miró su reloj de pared, eran las 9 de la mañana pero por las pesadas cortinas no pasaba más que un hilo de luz que iluminaba su cuerpo erguido, dispuesto. Afuera los autos hacían retumbar el aire con su estrepitosa marcha, se oían las voces entremezcladas de los vendedores ambulantes y los hombres y mujeres que transitaban apurados.
Mientras repasaba su detenido ritual pensó que no le importaba esperar, ella misma no era muy puntual.
A su cabeza se asomó la idea de repasar las tantas tantas cosas que no había sido en la vida: nunca fue una buena conversadora, ni resignada, ni fácil de convencer, tampoco hogareña; nunca quiso hijos, ni soportó el fracaso.
Ella no supo cuándo dejar de esperar.
Eran las 9 A.M. y ninguno, cualquiera de todos ellos, llegaría jamás.

Enero de 2009
Adriana Carreño