domingo, 15 de febrero de 2009

Nueve A.M.

Destendió una a una las mantas de su cama hasta llegar a la sábana de algodón suave. Pasó las manos por la superficie del lecho alisando las arrugas que permanecían marcando el mapa de los contornos de su cuerpo, que un rato antes reposaba allí.
Levantó al aire cada manta e hizo la cama ocupándose de todas las imperfecciones, de cada doblez, de cada pequeño montículo que rompiera con la lisura del tendido. Puso un par de almohadas rematando su labor y se sentó unos minutos al borde del lecho con la mirada fija en las tabletas de madera del piso.
Se levantó y caminó hacia el armario, un mueble antiguo de dimensiones excesivas para la pequeña habitación. Repasó los vestidos colgados y clasificados por colores. Del negro a los estampados con flores en fondos blanco, gris y verde. Eligió una bata violeta de tela translucida. Uno de sus vestidos favoritos, también de él.
Buscó entre sus zapatos unos de taco alto y se midió varios pares. Sus pies diminutos y blancos se perdían en zapatillas y escarpines que había comprado una o dos tallas más grandes, solo por el placer de tenerlos en su armario y mirarlos. Los pies le resultaban especialmente atractivos y todos sus accesorios se convertían en artículos deseados, asociados a su fetiche. Sus propios pies eran hermosos y con frecuencia los contemplaba para auto complacerse.
Puso sobre la cama el vestido elegido y a los pies los zapatos, esta vez usaría unas sandalias negras con tiras que se amarraban a los costados. Le encantaban los detalles de la tela que recubría la base y la manera en que estilizaban sus pies y hacían ver sus piernas, no muy largas pero sí fuertes. Se dirigió a la mesa de tocador, otro mueble más grande de lo que la habitación admitía. Sobre la mesa una barra de brillo para los labios, varias brochas y frascos de distintos tamaños y colores que contenían todo tipo de maquillaje.
Ella prefería que sus ojos se vieran más que sus labios, él lo contrario. Se puso el color más intenso que tenía delineando su boca, paso la barra de labial rojo sangre y besó el envés de su mano para quitarse un poco el exceso. Sumergió la brocha más grande en un tarro de polvos y los esparció por su piel mientras se miraba en el espejo completamente abstraída en su labor. Su rostro palidecía a cada pase de la brocha y sus labios resaltaban haciéndola ver como una geisha, como un espectro que espera sellar su encuentro con un beso rojo, un beso que queda fijado en el tejido de la camisa blanca, de la conciencia blanca.
Soltó el gancho que sostenía su pelo rizado y cayó sobre sus hombros soltándose en bucles que le rozaban el cuello y la espalda. Él amaba la forma en que sus mechones castaños se movían cuando la agitaba, amaba entrever a través de los mechones dispersos las pecas de sus hombros. Ella prefería alisar su pelo y sentir que el largo se extendía sobre la base de sus nalgas haciéndole cosquillas, mientras movía la cabeza en balanceos de un lado al otro.
Bucles castaños, rizos desordenados. Si el sudor retornaba a la forma natural su pelo alisado, entonces qué más daba. Su pelo sobre la almohada, como fuera, sus hebras, cortinas del rostro, el telón cerrado, un lugar de donde asirse. Él soñaba con tomarla fuerte del pelo mientras que sus labios dejaban su rastro rojo sangre sobre la almohada de algodón. Ella dormía desnuda abrazando la almohada rojo sangre y soñaba con él.
Tomó de uno de los cajones del mueble un par de zarcillos, ella les decía así. A él le parecía una palabra anticuada y nunca la usaba. Un par de perlas rosadas que desaparecían entre su pelo y a cualquier momento con sus movimientos, brillaban con luz tenue. Un anillo de perlas le hacia juego. Ella recordó que siempre tenía que quitárselo pues la perla se enredaba entre las sábanas, en su pelo y en el de él. A él no le gustaba el anillo, ella solo lo usaba cuando no lo iba a ver, ahora una línea de piel más blanca le rodeaba la base del índice.
Abrió un diminuto frasco de figura graciosa. Puso en su dedo, el mismo, un poco del liquido que salió al voltearlo. Un aceite denso y amarillo se escurrió del frasquito y ella se lo puso tras las orejas. Volvió a tomar otro poco y esta vez llevó sus dedos al pecho, entre el escote de su ropa interior. Esparció lo que quedaba en las muñecas y las acercó a su nariz para sentirlo. Permaneció allí un segundo. A él aquel olor le recordaba el día que durmieron juntos, sin tocarse, uno al lado del otro, anhelándose. A ella ese olor le recordaba el día que durmieron juntos y se tocaron, uno dentro del otro, teniéndose.
Vio su figura en el espejo. Esta vez tenía una imagen de su cuerpo completo reflejándose. Dio media vuelta para asegurarse que su pelo caía sobre la espalda de la manera justa que le gustaba a él y que sus nalgas se veían bellas en aquella pequeña prenda de encaje negro. Él pensaba en hacer a un lado la diminuta tanga. Ella no sabía de qué manera él supo que le encantaba permanecer con la ropa interior puesta mientras la penetraba.
Volvió a estar frente a su imagen y repasó con las manos cada parte de su cuerpo. Quería asegurarse de la suavidad de su piel. Siempre quiso tener una piel más lisa, más uniforme, más morena. Nunca se lo preguntó a él. Piel suave como el pelaje de un gato, negra como el pelaje de un gato, solitaria, clandestina, tibia, nocturna como el pelaje de un gato.
Se acercó a la cama y tomó el vestido. Su piel se erizó con el contacto de la tela y lo dejó caer con su peso deslizándose por el cuerpo. Alisó con sus manos las pequeñas arrugas que aún se mantenían en la superficie y acomodó su pelo nuevamente despeinándose un poco y enredándose los mechones de atrás. Él le dijo un día que aquel gesto de enredarse el pelo, del cual ella no era muy consciente, le encantaba. Ella fue consciente de ese gesto desde entonces y lo hacía en ciertos momentos para atrapar su mirada. Recordó aquello y se asomó al espejo solo para ver si el movimiento no había cambiado y su encanto permanecía.
Caminó hacia la cama y se sentó al borde, justo donde reposaban las sandalias. Las tomó en las manos y las contempló por varios minutos. Levantó su pié izquierdo y antes de meterlo en el zapato lo acarició llegando a un estremecimiento que no la tomó por sorpresa. Lo metió lentamente y observó como el color de la piel cambiaba al contacto con sus manos. Él le pedía con frecuencia que usara sus pies para acariciarle el pecho y la cara, le pedía que lo masturbara con esos pies pequeños, delgados, torpes, nerviosos. Ella amaba sentir cómo se mojaban con su líquido viscoso y blanquecino.
Terminó de poner su otra sandalia y se levantó segura de que no había detalle en el que no se hubiera detenido lo suficiente. Miró su reloj de pared, eran las 9 de la mañana pero por las pesadas cortinas no pasaba más que un hilo de luz que iluminaba su cuerpo erguido, dispuesto. Afuera los autos hacían retumbar el aire con su estrepitosa marcha, se oían las voces entremezcladas de los vendedores ambulantes y los hombres y mujeres que transitaban apurados.
Mientras repasaba su detenido ritual pensó que no le importaba esperar, ella misma no era muy puntual.
A su cabeza se asomó la idea de repasar las tantas tantas cosas que no había sido en la vida: nunca fue una buena conversadora, ni resignada, ni fácil de convencer, tampoco hogareña; nunca quiso hijos, ni soportó el fracaso.
Ella no supo cuándo dejar de esperar.
Eran las 9 A.M. y ninguno, cualquiera de todos ellos, llegaría jamás.

Enero de 2009
Adriana Carreño

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